domingo, 15 de diciembre de 2019

Dios Padre y el Amor Redentor

Género: Concierto
Local: Auditorio Nacional. 
Intérpretes: Orquesta Nacional de España
Director: Antonio Méndez
Solistas: 
Anthony Marwood, violín
Jean-Guihen Queyras, violonchelo
Alexander Melnikov, piano 

Programa:

Ludwig van Beethoven (1770–1827)
I. Allegro
II. Largo
III. Rondo alla polacca

Gustav Mahler (1860–1911)
I. Trauermarsch. In gemessenem Schritt. Streng. Wie ein Kondukt.
II. Stürmisch bewegt. Mit grösster Vehemenz
III. Scherzo. Kräftig, nicht zu schnell.
IV. Adagietto. Sehr langsam - Attaca.
V. Rondo – Finale. Allegro – Allegro giocoso. Frisch.


Información adicional:
 
CREAR CAMINO

«Sólo el arte me sostuvo»
1802 supuso un antes y un después para Beethoven. El compositor en sí mismo supuso un antes y un después para la música y para todos, pero ese año vino a significar, de alguna manera, la concreción de un camino ya sin retorno hacia el Romanticismo. Ante el dolor y la desesperación de una sordera que cada día iba a más, se despide de la vida y sus hermanos con el conocido Testamento de Heiligenstadt. Como si fuese un bolero: Ansiedad, angustia y desesperación… de un genio absoluto. Un texto profuso en sentimientos, en dolor y amargura, regado con frases lapidarias: «Hubiera puesto fin a mi vida – Sólo el arte me sostuvo». «Me parecía imposible dejar el mundo hasta haber producido todo lo que yo sentía que estaba llamado a producir y así soporté esta existencia miserable».

Como respuesta a esta crisis, Beethoven, del que ahora celebraremos 250 años de su nacimiento, entró en un glorioso periodo compositivo (en realidad desde su primer opus hasta el último). Entre la primavera y el otoño de 1804 escribió el Triple concierto para piano, violín y violonchelo en do mayor, obra que podría haber significado el culmen de cualquier compositor de su época, si no fuera porque precisamente estamos hablando de Beethoven. En torno a ese mismo espacio de tiempo, el músico de Bonn terminó su Tercera sinfonía «Heroica» (Napoleón ganando un imperio y perdiendo una sinfonía, ya saben), su única ópera: Leonora-Fidelio y tres sonatas para piano, entre las que se encuentran Appassionata y Waldstein. Lo cierto es que el Triple es único en su género y, al mismo tiempo, germen. Hasta el momento de su estreno, no encontramos un concierto que conceda a tres instrumentos una entidad solista plena. Una vez más, nos hallamos ante la (r)evolución de una tradición, como pudieran ser los concerti grossi barrocos o las concertantes de Haydn y Mozart (patrones irrenunciables). La llegada a un nuevo puerto, un nuevo paradigma, un nuevo ciprés a cuya sombra inspirarnos después. Ya simplemente en coordenadas más actuales, podemos escuchar obras de Bartók, Martinů, Casella, Ligeti, Gubaidulina o Penderecki que, cada una a su manera, reciben el influjo de la rúbrica beethoviana y este Triple como telón de fondo.

Probablemente como resultado de la literatura posterior, durante mucho tiempo se ha tenido por cierto que el Triple se compuso para el archiduque Rudolph (a él dedicaría Beethoven esa maravilla de Trío para piano, opus 97, o su Cuarto y Quinto conciertos para piano). Alumno del compositor e hijo del Emperador, se dice que por ello la parte para el teclado es más «cómoda» que la de los otros dos solistas. Sea como fuere, la música aquí se desvela, se erige como el titán beethoviano que es: con una pizca de solemnidad, con una buena pátina de heroicidad y mucha, mucha humanidad (la evocación del ideal humano al menos, quiero decir). Es dramático y, en su sutileza, grandioso: desde las profundidades de la cuerda grave, la orquesta despierta. La sensación de una formación que avanza hacia nosotros y nos envuelve, en una larga exposición, hasta alcanzar un decisivo tutti, es inevitable. Se presenta entonces el violonchelo solista (quien llevará las riendas durante todo el concierto), repitiendo el primer tema y uniéndose al violín para, juntos, llamar la atención del piano. Sin duda, estamos ante una de las mayores músicas de cámara que podamos escuchar.

El segundo tiempo es un Largo especialmente breve, introducido por el violonchelo en su registro más agudo y efectivamente, con una muy camerística participación del piano y el violín; con un delicioso, también dramático, dibujo de texturas. El tercer movimiento, unido al anterior en attaca, esto es, sin interrupción, es un Rondo alla polacca (o polonesa, de carácter festivo y muy extendida por Europa en el 1800), de nuevo guiado por el violonchelo, mientras que, aquí también, el violín disfruta del material del chelo y el piano parece permanecer en un discreto segundo plano.

«Nadie la ha entendido».
Si para Mahler cada composición suponía la creación de un mundo, ese mundo que no le comprendía —«nadie la ha entendido (su Quinta sinfonía). Querría estrenarla dentro de 50 años»—, esta partitura, como la concepción de cualquier universo imaginativo, surgiría a través de la lucha de opuestos, de contrastes, de confrontaciones. Nada hay más significativo en la obra sinfónica de Mahler que el acercamiento de extremos. Su exposición al menos. Esperanza y negación, creación y destrucción. He aquí un viaje a la inversa, desde la muerte, tal y como también comenzó su Segunda sinfonía, pero esta vez hacia un final diferente: la vida, con el amor como catarsis y que supuso para Mahler el comienzo de una nueva etapa compositiva, un período medio en el que abandonar el influjo onírico y programático de sus primeras sinfonías. Una forma diferente de componer, una forma diferente de sentir. También nosotros.

Curiosa y significativamente todo arranca con una secuencia de cuatro notas, tres corcheas y blanca, ya escuchadas a modo de destino en el inicio de otra Quinta sinfonía, la de Beethoven (maravilla este programa que les une), de influjo siempre tan poderoso... ¡Oh paradigmas! Se desarrolla aquí una Marcha fúnebre (Trauersmarch) a modo de introducción. Las trompetas iniciales llaman pues a un destino inevitable al que pronto se suman la cuerda y la percusión a modo elegíaco, dando comienzo la elegante y depresiva marcha en las cuerdas mientras intervienen los dos temas, creando el comentado juego de contrastes hasta que la tensión generada con los insistentes regresos de las cuatro notas deriva en el segundo movimiento: Stürmisch bewegt, mit größter Vehemenz. Vívido, enérgico, atormentado, rompe con la quietud del primero hasta alcanzar el momento álgido de la confrontación con una violenta coral en los metales hasta que todo el sonido acaba disolviéndose sin encontrar resolución posible.

Con tal inquietud generada dentro de nosotros, alcanzamos el tercer movimiento, un scherzo hiperlaxo, cuyo contraste con lo escuchado hasta ahora agudiza la sensación de desconcierto, dejándonos con una impresión de salto al vacío, como si quedáramos de alguna manera suspendidos en el aire, una sensación parecida a la que ha de producir el ritardando en la llamada de las trompas que lo abre, introduciéndonos rápidamente a través de la cuerda en los ritmos de valses vieneses y ländlers austríacos, que pronto adquieren el inevitable poso de suspicacia mahleriana. Somos caminantes friedrichianos sobre un mar de inquietas, apesadumbradas nubes.

Y tras el contraste, el amor en forma de Adagietto para cuerda y arpa. Aquel que Visconti inmortalizara en su Muerte en Venecia y que el compositor dedicó a su venerada Alma como muestra de su amor. Al finalizar 1901, tras atravesar Mahler una de sus peores rachas de salud y componer los tres primeros movimientos de esta sinfonía, de una estética derrotista, lúgubre, nada hacía prever que el compositor terminaría completándola en un abrazo a la vida, a través de la luz y el amor. Y es que no hay nada como casarse con la mujer que amas, al menos en la mente de un hombre como él a principios del siglo XX, para reestructurar el cauce de la composición que tenía en mente. Es el Mahler quizá más luminoso, desde luego el más lírico y menos neurótico; una exaltación de la vida que la tradición y la refocilación de algunas batutas han estirado y estirado por más que el compositor apuntase «Sehr langsam» (muy lento) en sus notas iniciales. Más molto, ritardando, espressivo, pianissimo y crescendo, casi nada.

Y al llegar el final, el hombre se redime en una exaltación de la vida. Un Mahler aristotélico que ha hallado el punto medio que conduce al hombre a la virtud tras todo el paseo de extremos contrapuestos iniciales, rematado ahora sí con conclusivo final por la coral en los metales que no encontró solución dos movimientos atrás. Este es el Mahler del amor y sus contrastes.

Dos músicos ante el destino, abriendo, creando caminos propios, transformando la tradición en nuevos horizontes. Mahler recogiendo de la siembra beethoviana. La cosecha sinfónica y la camerística casi a partes iguales, me atrevería a decir. El uno «descubriéndonos» el abismo del Romanticismo, el otro «redescubriéndonoslo». Ambos agarrándonos de la chaqueta mientras miramos, ya de puntillas y en el borde, hacia aquella profundidad que, como Poe relataba, más deseamos cuanto más miramos… o escuchamos. Dos almas atormentadas, hurgándonos en lo más hondo y propio de nosotros mismos, mientras experimentaban un dolor personal… del que sólo el amor (en Beethoven ni eso, me atrevería a decir) y la música consiguieron salvarles: locura, redención, paroxismo y al fin… paradigmas.

Gonzalo Lahoz, Crítico musical

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