domingo, 9 de febrero de 2020

Paz y Planetas

Género: Concierto
Local: Auditorio Nacional
Interpretes: 
Orquesta y Coros Nacionales de España
Director: Eiji Oue

Solista
Jane Archibald, Soprano
Benjamin Appl, Barítono

Programa:


Ralph Vaughan Williams (1872-1958)
I. Lento (Agnus Dei)
II. Allegro moderato (Beat! Beat! Drums!)
III. Reconciliation. Andantino
IV. Dirge for two veterans. Moderato alla marcia
V. The Angel of Death has been abroad
VI. O man greatly beloved

Gustav Holst (1874-1934)
I. Marte, el portador de la guerra. Allegro
II. Venus, el portador de la paz. Adagio
III. Mercurio, el mensajero alado. Vivace
IV. Júpiter, el portador de la alegría. Allegro giocoso
V. Saturno, el portador de la vejez. Adagio
VI. Urano, el mago. Allegro
VII. Neptuno, el místico. Andante – Allegretto

Información adicional:

COLEGAS Y, SIN EMBARGO, AMIGOS

Ralph Vaughan Williams y Gustav Holst se conocieron en 1895 en las clases de composición de Charles Villiers Stanford en el Royal College of Music londinense. Interesados por la renovación de la música inglesa —de cuya mimetización romántica era su maestro el máximo exponente— viajaron juntos buscando canciones populares y melodías tradicionales de raigambre antigua e investigando en repertorios pretéritos. Amigos durante el resto de sus vidas, hicieron que sus descubrimientos y su talante influyeran decisivamente en la música inglesa del siglo XX dándole un carácter inconfundible a través también de la integración de lo popular y del paisaje, de la consolidación de ese tono idílico o pastoral tan propio y, naturalmente, de la excepcionalidad de sus mejores páginas, dos de las cuales aparecen en el programa de este concierto.

Ralph Vaughan Williams: Dona nobis pacem

El padre de Ralph Vaughan Williams (Down Ampney, 1872-Londres, 1958) era un pastor anglicano y su madre sobrina de Darwin. Socialista, pacifista y agnóstico, para él, como señala Elizabeth-Janet McGuire, “la espiritualidad era un aspecto contemplativo de la vida al que se podía acceder más fácilmente a través de la estética. Su percepción de lo trascendente estaba íntimamente relacionada con la percepción de lo bello. El lenguaje religioso y la militancia en una iglesia determinada no eran lo importante. En cambio, accedió a lo trascendente a través de la belleza inherente a la música que escuchó tanto como a la música que compuso. De esta manera, Vaughan Williams se separó de la forma de vida cristiana que formaba parte del tejido de la cultura inglesa de su tiempo. Dio por sentada su educación cristiana al crear su propia interpretación de lo que hay más allá de este reino terrenal”. Unas palabras que, sin duda, nos sitúan muy bien frente a su Dona nobis pacem, reveladora de lo que era el componente espiritual en un compositor, por otra parte, autor de uno de los grandes corpus sinfónicos del siglo XX.
Dona nobis pacem fue estrenada en Huddersfield en octubre de 1936 por la Huddersfield Choral Society y la Hallé Orchestra dirigidas por Albert Coates. La fecha es bien significativa, pues se trata de un momento en el que a la consolidación del régimen nazi en Alemania se une el inicio de la Guerra Civil española y todo parece conducir tarde o temprano a la conflagración mundial que sucederá poco tiempo después. Vaughan Williams había vivido la Primera Guerra Mundial sirviendo en el Royal Army Medical Corps y sufriendo la muerte de algunos de sus amigos poetas y músicos. Sin duda ese recuerdo está en Dona nobis pacem aunque no a través de los versos de alguno de aquellos —recordemos que Benjamin Britten acudirá veinte años después, en su War Requiem, a Wilfrid Owen— sino de los para él siempre tan queridos de Walt Whitman, referidos, sin embargo, a la Guerra Civil Americana. De hecho, de los seis movimientos en que se articula, la mayor parte de su texto corresponde a Whitman, enmarcado por la liturgia católica —el Agnus Dei del inicio—, la Escritura —Miqueas, Levítico, Salmos, Isaías, Daniel, Ageo, Evangelio de San Lucas— y hasta unas pocas líneas procedentes de un discurso del político pacifista John Bright en la Cámara de los Comunes contra la Guerra de Crimea. Recordemos de paso, y como indicación de la excelente estirpe intelectual de Vaughan Williams, que este conocería la poesía del americano en 1892 —casi veinticinco años después de su primera antología aparecida en Inglaterra, publicada por William Michael Rossetti y poco grata a los ojos de su autor— por recomendación de Bertrand Russell cuando los dos eran compañeros en el Trinity College de Cambridge.
Dona nobis pacem es, a la vez, un réquiem —Dirge for Two Veterans, que Vaughan Williams ya había escrito en 1911 y al que Holst pondría música también en 1914— y una súplica, una muestra de ese anhelo —animado por la reconciliación pero amenazado por el Angel de la Muerte— que enseguida se verá frustrado por el devenir de la historia. Para Alain Frogley, hay una evocación del Réquiem de Verdi en el tratamiento de la palabra dona al inicio y en el Beat! Beat! Drums! —que le recuerda el Dies Irae de aquel y que no deja de evocarnos el posterior de Britten— con que arranca el segundo fragmento de la obra que posee el carácter descriptivo de aquello que sus propios oídos escucharían seguramente en los frentes de batalla del Continente. El cierre de la composición es un enorme esfuerzo porque la esperanza —eso que va mucho más allá de ese optimismo que hoy parece haber ocupado su lugar— se imponga. Y para que nada parezca forzado, Vaughan Williams respeta al oyente y se respeta con un gesto musicalmente admirable como es hacer que todo concluya no en la plenitud sonora que parece se nos anuncia sino con ese ruego de la soprano que conduce al silencio.

Gustav Holst: Los planetas, opus 32

De familia procedente de Riga, Gustav Holst (Chentelham, 1874-Londres, 1934) estudió con Stanford, tocó el trombón, dirigió coros —por ejemplo el Hammersmith Socialist Choir en casa de William Morris— y orquestas de escuelas de señoritas —en Dulwich y también en Hammersmith—, aprendió sánscrito y tuvo que ser durante mucho tiempo un compositor de fines de semana y de verano por mor de la necesidad de la enseñanza como medio de vida. Dio conciertos para las tropas británicas movilizadas en Europa durante la Primera Guerra Mundial y no vio el éxito hasta el estreno de Los planetas en un concierto semiprivado, con Adrian Boult dirigiendo a la Queen’s Hall Orchestra, en Londres, el 29 de septiembre de 1918.
Los planetas —que iba a haberse titulado Siete piezas para gran orquesta, lo que da idea de que a su autor le interesaba más cada parte que su suma— surge del interés de Holst por el significado de los astros, lo que no quiere decir que se dedicara con intensidad a la astrología o creyera decididamente en ella aunque, según su hija Imogen, sí conocía los entonces muy populares libros sobre el tema de Alan Leo. Más bien le parecía un asunto que había interesado desde siempre a la humanidad y, por tanto, no despreciable. No se trata, en sentido estricto, de música programática aunque tampoco deja de apelar a determinadas “cualidades” significadas por cada planeta, pero sin hacer de ello, ni mucho menos, la intención de la partitura. A Holst le interesa la música sin más y desde ese punto de vista hemos de situarnos ante lo que es incuestionablemente una obra maestra. Así, Colin Matthews relaciona al Holst de Los planetas con el Debussy de los Nocturnos, el Stravinski de El pájaro de fuego o el Schoenberg de las Cinco piezas para orquesta.
El arranque no puede ser más impresionante. Marte, el portador de la guerra fue terminado en julio 1914, justo, pues, cuando se declara la Primera Guerra Mundial pero parece ser que sin relación anímica con los temores propios del caso. La eficacia es absoluta de principio a fin, desde el sostén del tema principal al tema mismo y su desarrollo, a la vez pleno de misterio y grandeza hasta llegar a ese grupo de acordes secos que lo concluyen. Venus, la portadora de la paz se mueve en un clima completamente distinto, transparente, luminoso, con algo de feérico. Mercurio, el mensajero alado, es como un Scherzo juguetón y pimpante, con protagonismo esencial del colorido aportado por celesta y arpa. Magnífico el diálogo de las maderas y el subsiguiente crecimiento de la intensidad a través de las cuerdas en unos compases que recuerdan inevitablemente al Debussy del Preludio a la siesta de un fauno y El mar. Júpiter, portador de alegría, es una muestra, como Marte, de la capacidad de Holst para la administración de la energía interna en el discurso a través de una sucesión de temas que le confieren una extraordinaria dinámica interna. Tras la presentación de cuatro de ellos —extraordinaria la marcha que aparece en tercer lugar—, y precedido de una fanfarria con timbales y del segundo variado, surge una suerte de himno que ha llegado a ser, sin que Holst lo pretendiera, uno de los epítomes de la música inglesa en su versión nacionalista y que procede de una composición anterior sobre I vow to thee, my country de Cecil Spring-Rice. A partir de ahí, es decir, la otra mitad del fragmento, asistimos a una admirable lección de cómo volver a decir lo que ya ha sido dicho. Saturno, el portador de la vejez, la preferida de Holst, procedente de su coral Dirge and Hymeneal sobre un texto de Thomas Lovell, es un ejemplo magistral de cómo desarrollar un discurso sin tema fijo o, mejor dicho, con una melodía fluctuante, inasible, hasta llegar a un motivo melancólico, una marcha fúnebre, que va creciendo hasta un clímax opresivo en el que la percusión añade una nota entre brutal y sarcástica. Volveremos a una mínima luz en un episodio conclusivo que puede recordar por momentos, curiosamente, el Amanecer de Dafnis y Cloe de Ravel. Urano, el mago se abre con una fanfarria que introduce una marcha de tono sarcástico y brutal al mismo tiempo, a la vez evocador de El aprendiz de brujo de Dukas y del Dies Irae y que se impondrá implacablemente hasta su clímax. Arpa y cuerdas protagonizan un mínimo descanso que conduce a un oscuro final. En Neptuno, el místico volvemos a la melodía inconclusa, a un clima que no se hace sólido y que permanece en una especie de sutileza absoluta a la que colabora una orquestación en la que destacan arpa, celesta y las notas altas de la cuerda. El coro femenino, desde fuera del escenario, entra sin palabras en pianissimo —como está escrito todo el fragmento en realidad— y la música se extingue casi impalpablemente.

LUIS SUÑÉN

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